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Texto publicado en la revista Forbes el 18 de mayo de 2015
Por Alejandro Cárdenas López
Mientras la sociedad depende cada vez más de las computadoras y de la comunicación electrónica, en algún momento nosotros tendremos esa necesidad, publicaron Robert Gelman y Stanton McCandlish, miembros de la organización en defensa de las libertades de internet de la Electronic Fronteer Foundation en Estados Unidos.
En un libro publicado en 1998 sobre la privacidad de los usuarios en internet, los autores Gelman y McCandlish predijeron la forma en que hoy sufrimos y gozamos esa necesidad a todo tipo de aparatos digitales y electrónicos, entre ellos el más usado: el celular. Los autores visualizaron hace 17 años que el salto de la sociedad industrial a la sociedad informativa ha resultado en oleajes culturales que chocan y se sienten mundialmente.
Hoy también se nota ese choque en el salón de clases debido a esa transición educativa. Hace 10 años los teléfonos servían sólo para mandar mensajes de texto y llamadas, pero no tenían las capacidades técnicas para conectarse a internet y utilizar las aplicaciones. Esa evolución a los llamados “teléfonos inteligentes” y la web 2.0 ha cambiado la dinámica del aula: por un lado sabemos que amplía las posibilidades de conocimiento e influye en la integración de las comunidades por su interactividad, y por otro abona a la distracción y la mercantilización.
No es raro escuchar las quejas de los colegas profesores: “Los alumnos están pegados al teléfono y poco ponen atención en clase; ni te metas en problemas, no le vas a ganar al celular.” La tendencia académica no es sólo a restringir el uso, sino a desaparecerlo, apuntan expertos como el reconocido académico catalán Manuel Castells, de la Universitat Oberta de Catalunya, y Arturo Domínguez, de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN). En efecto, muchos maestros apelan a formas autoritarias para prohibirlo aun sin una norma expresa en el reglamento de las instituciones académicas donde trabajan.
Los alumnos son tan inteligentes como sus teléfonos, y en ocasiones asumen posturas según el lugar del salón donde se encuentra el profesor para seguir “whatsappeando” en secreto o cuando el maestro sale del salón de clases. Esa necesidad de la que hablan Gelman y McCandlish es tangible. Parecería que los estudiantes necesitan seguir enviando mensajes o usar las redes sociales aun en clase, como si no pudieran evitarlo. Hay quien los critica porque viven en la cultura del dedo, como zombis que hacen una permanente inclinación con la mirada fija en la pantalla.
¿Cómo encontrar el justo medio en las políticas institucionales y pedagógicas si en el fondo estamos hablando de comunicación interpersonal mediada por soporte tecnológico? ¿Cómo están interpretando las universidades y escuelas esta convergencia?
Hace unos años escribí sobre los celulares como esas cajas de pandora que traerían la desgracia a la gratuidad y las libertades de internet. En mi opinión, han proporcionado a la sociedad beneficios, pero también riesgos.
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